—En Pampa Ormeño el viento se esconde dentro de los ataúdes—dijo el hombre, mirándola hacia atrás, sin pensar en otra cosa, pues el cansancio no dejaba de acompañarles.
Más allá de los coirones alcancé a verla descubriendo en silencio aquellas casas apacibles. Cuando comenzó a peinarse y a mirarse al espejo, advertí sus ojos ansiosos buscando las puertas, con paisanos árabes colocados como mercancía detrás de los mesones del bolichongo. Rosendo, su padre viejo, supo una tarde de frío intenso que en ese lugar nadie vibraba con la bandera ni con los héroes de la patria. Como era huaso de Loncoche, decidió juntar un día a varios hombres desprevenidos y organizó una comisión que reviviera la celebración de los dieciochos en Pampa Ormeño.
Las cuadreras y el ambiente
Por primera vez llegaron al pueblo las cuadreras y los nerviosos desacuerdos entre rayeros y gritones. Y cuando a los niños sus padres les mandaron a buscar trajes de huaso a un bolichongo de Quellón, llegó un chasqui a caballo quince días más tarde y le entregó a Rosendo dos paquetes grandes con lacre y papel café. La joven Serafina disfrutaba de esas ridículas competencias de sacos, del escozor del palo enjabonado, y de las cinchadas de solteros y casados con murgas de guitarra, acordeón y verdulera. Los chicos desfilaban haciendo sonar cuatro o cinco tapitas de botellas en alambres.
Llega Antolín Baigorrias
Una tarde de ventiscas, vi entrando a don Antolín acompañado por cinco hombres a caballo. Al desmontar frente a la escuela les oí decir que iban a medir y por la tarde supimos que estaban mensurando para que pronto haiga pueulo. Cuando el maestro Juan Ramón de Gallipao corrió toda la mañana para avisarles a los vecinos que se preparen pa´la bailanta, hubo un fulgor interior y un jolgorio. La fiesta sería con avisamientos y la noticia llegó a oídos de los de Baquedano que no se hicieron de rogar. Los grupos del valle se juntaron con paisanos gauchos y huasos, todos unidos en una celebración de tres días y medio. La comisión de mensuradores de Antolín Baigorrias trabajó duro toda la semana. En un momento se destacaron los piolines atados a los estacones de álamos, formando extraños cuadrados y rectángulos que correspondían a las veredas y calzadas. Después se quedaron a planificar la ubicación de la iglesia, la escuela y el correo, además de un kiosco circular con escaleras y ventanucos que servirían para los discursos y los actos de aniversario o de celebración, amén de alguna campaña política que demandabra el tiempo.
Llegan los invitados
Los ormeñenses tenían la costumbre de no hacerse a un lado cuando llegaban las fiestas. Por eso, cuando tanto argentino comenzó a aparecer buscando conocer la fama de las celebraciones, casi nadie en el pueblo alcanzó a prepararse.
De Lago Blanco y Comodoro, la Élida y Huemules, llegaron vaqueros gauchos con chapeados y rastras de oro y plata, lujos imposibles para aquellos sitios donde los coirones sabían tristes y lejanos. Manejando chatas hasta la frontera se dejaron caer paisanos de otras estancias, trayendo el aire del Atlántico envuelto en sus herméticos tiradores. Eran altivos y pedantes.
Se abrieron por la noche las puertas de la pensión donde la María Prístina preparaba tarde a tarde, en medio del fragoroso fogatón, las tortas fritas y el mate amargo. Llegaron pobladores de Cochrane trayendo reses para la donación, del Valle Simpson los Troncoso del Galera, los Orias y los Valdeses de la Ensenada. Todos levantaban sus carpas de lona en la pampa del coirón para esperar al otro día que las manos de los vecinos den vuelta la tarde y bailen cuecas camperas y aires de mazurca con estilos y relaciones.
La Serafina enamorada
Yo estaba ahí cuando la señorita Serafina se enamoró de un español que había llegado con unos ingenieros. Se estaba peinando sentada sobre la cama cuando sintió a lo lejos los cascos de un galope. Sin pensarlo mucho, bajó los cortinajes de la ventana y dejó a un lado el espejito ovalado de nácar y azucenas, hasta que se vino encima el temple de Basilio Salaverry. Yo vi a la Serafina quedarse despierta en el dormitorio. Le gustaba la imagen del afuerino llegando, verlo pasar otra vez, serio y sereno, bajarse del caballo y avanzar por la pampa hasta entrar a la pensión antigua de la María Prístina. Una tarde el viento sopló fuerte cuando se encontraba colgando las ropas recién lavadas en la artesa. Una sábana grande voló por los aires y se extendió pampa arriba hasta quedar enganchada en un altoñire. Incapaz de nada, sabiendo que su padre no podía ayudarla, intentó subirse al árbol, adosando una vara mediana. Puso el pie izquierdo en un nudo saliente del tronco y tomó impulso para alcanzarla. Entonces, perdió el equilibrio, y su cuerpo cayó de espaldas sobre el coirón, mientras una mariposa huía hacia los lomajes del cementerio. No pasó un minuto cuando escuchó la voz varonil de Salaverry y también la rudeza de su mano gentil que la cogió de la cintura ayudándola a incorporarse en un contacto frutal, sin palabras y sin gestos.. Encerrados en la pieza de las costuras, llenos de besos y jadeos, le vi bajarle la falda y darle de beber sus inciensos calientes por más de cinco minutos. Por la tarde comenzaron a dolerle los huesos de las caderas. Los acompañé hasta el fondo de la calle en pleno centro de un pueblo sin veredas. Pampa Ormeño estaba de fiesta.
La fiesta a fondo
Días más tarde, cuando empezaron a llegar los primeros invitados, a la María Prístina le faltó la manteca para seguir metiendo tortas fritas en el horno de hierro de la cocina de Temuco. Chicas y chicos del lugar iban a buscar aguas cristalinas a los arroyos del cementerio. Poco a poco, sin mucho que esperar, Pampa Ormeño iba quedando convertida en una avenida bulliciosa de guirnaldas y mucha pompa en todos lados. Las manzanas diseñadas por Baigorrias se ocupaban quietamente por una dócil pobladuría que entraba triunfal a Pampa Ormeño, sabiendo que en tiempos de fiesta los excesos prometían pinceladas de felicidad.
Oyeron al viejo Paredes, tarareando el Mate Amargo, tal como lo había escuchado alguna vez cuando le tocó ir a Comodoro a quedarse un mes entero. A las cinco y media de la mañana, el sol ya se estaba asomando y el bar de Ali parecía comenzar a distinguirse en medio del silencio. Los naipes estaban junto a los hombres que todavía fumaban y bebían. A un lado, frente a cada cual, un montón de porotos para el conteo. Arriba, una lámpara de kerosén puesta en un repisero. La victrola, a media cuerda, llevaba dos minutos con José Mojica cantando el Júrame. Yo estaba mirando cuando llegó el chasqui a caballo y entró resoplando palabras como si estuviera respirándolas bajo el agua:
—Mañana aparece pa’ la bailanta, che. Dicen que trae plata, muchos patacones pa’jugar.
—Si no bailan dentro del salón, que bailen en la pampa —se le oyó decir al maestro Juan Ramón de Gallipao.
Por la mañana comenzó a llegar más gente. Los campamentos tomaron forma y al anochecer muchas fogatas acompañaban a los recién llegados, mientras se oían diversas ejecuciones de bordonas y destemplados gritos de las bailantas con relaciones. Un griterío de locos se esparcía por todos los rincones de Pampa Ormeño. Crecían las fiestas en vísperas de las carreras.
Cerca de la construcción, una docena de peones golondrinas. Algunas mujeres descansaban en la vigilia allá adentro en los galpones, remojando con el agua de las pavas la aromada y eterna Taragüi. Temprano en la mañana, las mujeres comenzaron con los preparativos para el desayuno y el almuerzo. Cuando el fogatón central del campamento proponía el aleteo terso de los calores, llegaron dos marmitas y una que otra pava para calentar las aguas. Algunos hombres ya habían carneado y los rodeaban los perros hambrientos. Un aroma a sangre cuajada y el obligado grito;
—¡Ñachi pa’los boludos, ñachi pa’los pajaritos!
Los últimos jinetes
Se vio avanzar a lo lejos las siluetas de tres jinetes que se acercaban a toda carrera. Vestían poncho y alones, botas acordeonadas, pañuelo al cuello, facón al cinto, y una Colt Caballito en el tirador. Entraron sudados al sitio de reunión y en un instante todos vieron apearse a Pan y Agua, junto a Galván y Gorra de Mono. Justo que iba acercándose cuando los muchachos argentinos de la otra orilla del Oscuro llegaban al término de un canto pueblero que remataban con estilos criollos un poco antes de los aplausos:
—Miren la cara de la vieja como arruga de acordeón, Si la vista no me engaña, se le ha prendido a la caña como ternero mamón.
Después repartieron tortas fritas que los comensales empezaron a abrir para atrapar en su interior un trozo de carne blanda y jugosa que se llevaban a la boca con intensa fruición. El mate amargo comenzaba a dar vueltas, manejado por las expertas manos de las jóvenes. La fiesta tomaba cuerpo y varios gauchitos con lujos habían atraído a las más jóvenes en una especie de tormento mágico, lleno de luces y perfumes que iban dando tumbos frente a cada pareja deslizada a lo largo del coirón raleado.
La simbología de la historia
—Todo ha cambiado, compadre, desde que Antolín llegó a medir las manzanas y las veredas, cuando vinieron los hombres de las mensuras y se hizo esa gran fiesta. ¿Se acuerda? Creo que cuando enterramos a Salaverry no nos dimos cuenta que los piolines de Baigorrias no estaban ahí, así que se puede decir que inventamos un cementerio, y el viejo Juan Ramón estaba feliz porque la noche anterior se le habían terminado los clavos para hacer el ataúd, así que los sacó todos y empezó a armarlo de nuevo con palo amordazado.
—Compadre, y usted ¿dónde está ahora? Aquí los vientos de Pampa Ormeño no han dejado de correr. Cada vez más rápido. El tiempo parece que llegara montado sobre ellos, galopando fuerte como los viejos gauchos de la historia. Gracias por escucharme, compadre. Gracias por no olvidar nada todavía. Gracias por la fiesta, compadre.
A lo mejor nos dicen allá arriba que le vayamos a cebar mate amargo a los ángeles.
¿Cómo sabe si incluso nos piden que toquemos una ranchera?
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