Lo que había por todas partes era una concertación de hombres gauchones entreverados por placeres y risotadas. La gente se acercaba a uno y lo saludaba de mano, de abrazo o de simple sonrisa. Otros, los más, simplemente me espetaban de lejos con esos extraños buenas don Aleuy. Cómo dicen que le va.
En esas jornadas de nudos ciegos y alabastros escuché por primera vez el nombre de Carlos Urrieta. Años más tarde, durante un viaje hasta el Guadal, pasé a una casa de campo a saludar a unas paisanas y me encontré con una de las hijas de Urrieta que se puso muy contenta, ya que en esto de hablar por radio la percepción se ajusta a distintos patrones de comportamiento.
Fue en el Valle Simpson, en una casa sola y aislada que pude parlotear largamente con Enrique Pardo Parra, el ahijado de Carlos Urrieta. Su padre, Baldomero había descubierto la pampa Pardo en 1909 después de haber entrado por territorio argentino y era uno de los orgullos que arrastraba este inconquistable obrero de los campos del valle.
Era una casa inmensa, acogedora, llena de luces y grandes ventanales adonde llegaban a alojar gentes desconocidas, caminantes, peones de a pie, jinetes, culateros y punteros con las manos ateridas de frío y sus cuerpos llenos de cansancio. Acudieron de lejos familias enteras que llegaron al pueblo y se quedaron. Eran veintenas de invitados para las Cármenes o las Rosas. Se llenaba de gente para los tiempos de esquilas. Pardo Parra pudo alojar a veces hasta veinte personas, en dormitorios bien aperados con mantas y choapinos de piel de oveja. Por ahí andaba revoloteando Enriquito, aprendiendo de la vida y de todo lo que sus ojos abarcaban. Me dijo suavemente que a él le ha empezado a gustar la vida de campo cuando su padrino lo lleva a conocer montado al anca esos caminitos por donde huellean los nonatos.
Cerca de ahí se ha instalado el hombre malo de Barzán y Enriquito se llena de nuevos miedos. Después se sabe que el hombrón invita gente a su casa a pasar la noche, a comer asados y tomar ginebra. Pero cuando están durmiendo les roba y los mata. Es un busca, un matrero y les pasa cuchillo a los que entran a su casa. Urrieta viaja por aquí y por allá llevando y trayendo gigantescas tropas de animales. Es su negocio, su nombre se conversa en todos los confines de Aysén. Enriquito admira a su padrino viejo, y muchas veces tiene que acompañarlo.
Son tiempos de prosperidad y holganza, y nadie se queja de la comida ni de las vestimentas. De un día para otro se prepara la gente para ir a Lago Blanco o a Comodoro a hacer las compras del año. Para ello, llevan sus ovejas caminando, el capital con que irían a pagar.
Una larga tarde de invierno paso visitando la pequeña casita del valle donde Enrique Pardo y su mujer me conversan de todo, hasta de unos suicidios por penas de amor. El ahijado de Carlos Urrieta también pasa a traer envuelta en papel de tiempo la historia de una de las carreras famosas entre los parejeros de Baldomero y el camionero Shultheiss, un caballo que se exhibe en la foto sobre un mueble viejo al momento de llegar a casa de Pardo y que todos conocen como El Libertador.
He recordado al anciano tomándose la barbilla y reído en silencio mirando al sol ponerse mientras aguardo que el sol se ponga para no encandilarme los ojos. Entonces, con mis pierneras sucias en las manos, me dirijo a la casa a buscar los cueros para espantar un sueño.
El tiempo me traslada volando a la frontera. Por lo que noto y calculo, están quedando pocos espacios para seguir retrocediendo. Tal vez los últimos. Deberá tal vez ser ésta la última. Acaso haya que re pensar la idea de seguir agregando testimonios. Eso se verá con el tiempo. Por ahora, propongo revisar este retazo de vida de alguien que recuerdo reclinada sobre almohadas, emocionada y fatigada hablándome de los tiempos lejanos de 1930.
Betzabé Cifuentes ha conocido Balmaceda desde cuando es muy jovencita, recién cumplidos sus 17, cuando entra hasta Aysén con sus padres. Hay unas pocas casas no más y la mayoría de los negocitos son árabes. En ese tiempo no se celebran las fiestas patrias chilenas ni ninguna fiesta chilena, sólo las fiestas argentinas, el 25 de Mayo, el 9 de Julio, el carnaval, como señales indelebles de que el corazón vibra a todo dar.
Sus palabras abrochan las ideas, las corchetean para que no se olviden:
Entonces mi padre dijo no, esto no puede seguir así. Se van a celebrar las fiestas chilenas. Él se llamaba Rosendo Cifuentes de la Barra. Y entonces formó una comisión para estas fiestas del 18 de septiembre, para que se celebren en esa fecha. Y en esa comisión que se formó, las personas ya empezaron a hacer los programas de las fiestas que estaban pensadas. Había carreras, eso era lo principal aquí, las carreras a la polla, de sortijas, del palo enjabonado, carreras de a pie, cinchadas de solteros y casados y todo eso se anotó y se hizo. También se formó una murga, una banda de músicos y gente que tocaba cualquier cosa, con guitarra, acordeón, tapitas de botellas que las ponían en un alambre y las hacían sonar y también un tambor y hasta con las tapas de las ollas andaban. Y entonces se formó como una banda y esos recorrían el pueblo para llamar la atención para las fiestas chilenas, porque las fiestas chilenas se tenían que hacer aquí, no las argentinas. Es el predicamento que traía Rosendo Cifuentes de la Barra.
Cuando es 18 de Septiembre, nadie se imagina la gente que ha llegado, desde El Baker, desde Chile Chico, del Ibáñez, del Blanco, un gentío enorme, entonces para darle de comer a toda esa gente (en ese tiempo no se siente lo que se da porque todo es muy abundante), la mayor parte de los pobladores donan corderos, vacunos y se les abre un barril de vino y poco a poco se van haciendo las primeras ramadas entre un gran contentamiento. Los Cifuentes llegan en 1923 y un año después no más empiezan cosas como la que nos cuenta Betzabé. Pasa un tiempo corto y se casa con un español que hay ahí y que tiene negocio. Viven bien con ese negocio y con el tiempo piensan en la idea de levantar un hotel y un club, que sea las dos cosas, un lugar social para juntarse, armar bailes a beneficio, fiestas comunitarias y eventos. Esas construcciones son con mucha madera, la que llega de un aserradero que hay en Vista Hermosa de propiedad de un tío de la señora, llamado Amador Cifuentes, hermano de su padre Rosendo, un importante maderero muy querido por los pobladores porque la madera que produce la saca en su mayoría para la Argentina y entonces vive bastante bien. Casi todas las primeras casas viejas de Balmaceda que todavía están en pie, han sido mandadas a hacer con piezas del aserradero de don Amador. Una vez que el hotel está levantado en su estructura principal, lentamente empiezan a dejar de trabajar el negocio para preocuparse solo de recibir gente en el hotel, para eso tienen que construir camas y otros muebles y viajar a la Argentina para comprar los muebles y lo principal.
Pero no deja tanta utilidad el hotel como servicio de camas, así que se deciden a darle mayor importancia al bar, ya que pasa lleno día y noche, con gente jugando, apostando, bebiendo, gente que llega de Argentina a quedarse ahí, a alojarse ahí, y muchos jinetes y hombres de campo del valle, de las estancias y de otros pueblitos que se están empezando a formar. Ellos, al parecer, no tienen a qué venir a Balmaceda, sólo les gustan las carreras, las jugarretas de taba y truco y todo eso, por eso el bar va a tener tanto éxito. En ese tiempo no existen esas leyes que controlan ni el comercio ni la construcción de casas. Una persona o una familia puede sin problemas elegir el sitio que quiera para levantar su casa sin preocuparse, y un comerciante puede comprar en Argentina y vender en su boliche, sin pagar impuestos ni permisos ni patente. La gente que vive en Balmaceda prácticamente no se mueve de Balmaceda, no tiene motivo alguno para salir, porque adónde iban a ir si no existía Coyhaique, no había caminos, sólo las sendas de animales y las estancias que a veces invitaban a participar en carreras y fiestas. No existía tampoco Puerto Aysén, se estaban levantando algunas casitas y había sólo dos hoteles, el de Chindo Vera en Aysén y el Español de los Mascareño Cifuentes. La Betzabé no sabe mentir.
El famoso hotel Español de Balmaceda también tiene su historia. Doña Berza me recuerda que lo traen ellos mismos. Me mira con ojos puestos en el pasado, me dice sus cosas sin premura, como si sus palabras salieran del corazón. Lo traen ellos mismos desde Buenos Aires hasta donde ya había llegado en un barco proveniente de Alemania. Uno mandaba las medidas del cielo raso y desde allá llegaba con las medidas exactas, así que como se hizo junto con el hotel el club, pidieron para ambas construcciones.
Y ese Club quedaba justo frente al hotel. Después se conocería como el Club de los Socios y así quedaría para toda esa gente que iba ahí. Cuando conoció a Mascareño, él recién había llegado de la Argentina hace unos tres meses más o menos que ya estaba en Balmaceda con su negocio y ocupaban una casa de una familia de Temuco que también eran afuerinos de Temuco y el padre pagaba. Poco tiempo pasó y se matrimoniaron.
Una de las cosas que más se me quedan es la forma de reaccionar de la joven mujer cuando tiene que codearse cara a cara con un criminal argentino que acostumbra sembrar el miedo entre las familias del poblado y que llega imprevistamente al lugar y abre la puerta del boliche.
En ese tiempo estaba recién casada y todavía tenían el negocio que era una especie de boliche de ramos generales. Ella estaba sola en el negocio porque la casa quedaba muy lejos, casi a dos cuadras, entonces casi siempre se quedaba ahí y se preparaba para comer lo que sea y esperar así la jornada de la tarde. Y en eso estaba medio quedándose dormida, cuando siente ruidos en el palenque y unos cascos de caballos. Miró y vio a un hombre atando la rienda al palenque, fumando y preparándose para entrar. Era un hombre alto y delgado, con bombachas, alpargatas y boina vasca, pero se veía muy descuidado y mal vestido, la ropa sucia y arrugada, el cabello bien desgreñado. Fumaba. Y entró y se saludaron y quedó mirando la mercadería, y había así en una esquina muchos tiradores colgados. Y dijo:
—¿Voy a sacar uno voy a probarme pueda ser que alguno me quede bien.
Y sacó algunos y se probó hasta que encontró uno que le quedó exactamente bien. Se sacó el tirador viejo y se calzó el nuevo y tiró el viejo encima del mostrador, se quedó mirándome como para decirle algo y pensó este va a preguntarme ahora el precio y va a pagar. Pero lo que dijo fue otra cosa:
—¿Y Mascareño dónde está?
—¡No ha llegado!
—¿Y a qué hora llega? Bueno, después voy a volver a venir.
—¡Pero no me va a pagar el tirador!
—No. No se lo voy a pagar. Dígale a Mascareño que me lo llevé yo. Que se lo llevó Pan y Agua.
—¡No! ¡Usted me va a pagar el tirador! Sea quien sea y ahora.
—No, no. Si no se lo voy a pagar.
—Bueno, entonces sáqueselo y me lo devuelve.
—No, si yo voy a venir después, yo me lo llevo no más.
—No señor, usted me va a pagar el tirador, usted no se me va de aquí mientras no me pague el tirador.
Y se largó a reír. Y decía: Já já já y se moría de la risa. Y en eso estaba discutiendo con ese tal Pan y Agua, cuando llega Mascareño. No le dijo ninguna cosa sino que dio vuelta al mostrador, lo quedó mirando.
—Oye no me conoces, le dijo. ¿No sabes quién soy yo?
—No, le dijo Mascareño. No me acuerdo de ti, no sé.
—Yo soy Pan y Agua pues, le dijo.
Claro, Mascareño lo conoce de nombre y sabe perfectamente la fama de malhechor y asesino que tiene. Y lo que ha pasado es que éste malvivido ha hecho unas muertes en Argentina y se ha venido a refugiar a Balmaceda.
—¿Me llevo este tirador, le dijo a Mascareño. A ver, dame esas medias que tienes allá, porque había calcetines y de todo. Y le pasó las medias y se eligió tres pares, se los echó al bolsillo diciendo, estos me los llevo también.
En ese momento la mujer decidió irse a la cocina. Y su marido le advierte: Cualquier cosa que pase, tú sales por la puerta y caminas para allá. Después te voy a decir quién es éste.
Luego invita al desconocido:
—Vamos a tomarnos algo, le dice. Y se van. De hecho, logra sacarlo de ahí. Pero, de pagarle lo que se ha llevado, ni en pintura.
Días después se hacen unas carreras ahí y debido a que estaba él y habían llegado otros, traen dos parejas de carabineros de refuerzo desde la estancia de Coyhaique. Y ahí en las carreras alguien cualquiera le pasa a pegar una patadilla y se le va encima, ahogado en alcohol y la señora, se pone a gritar y llegan los carabineros, lo toman preso y lo encierran en una casita pequeña de un vecino que vive solo. Ahí encerrado, se desata las manos y agarra al primer carabinero que pilla y casi lo está matando cuando lo capturan, lo amarran, lo echan y lo ponen sobre un caballo para dejarlo en la frontera. Tres días después lo matan en la Argentina.
La historia de Betzabé cobra luego otros ribetes, donde a Mascareño se lo ve llegando de España y desembarcando en Buenos Aires cuando tiene catorce años. Con un amigo compañero de curso falta un día a clases no sabe por qué, a lo mejor para ir a ver un barco grande que ha llegado. Ambos, por jugar, se meten al barco y curiosean hasta llegar a hasta las bodegas, y en eso están cuando el barco inicia el zarpe y se quedaron atrapados ahí. Los descubren ya en alta mar para preguntarles si tienen familia en Buenos Aires. Mascareño les responde que sí porque se acordó de su papá cuando le habla de un tío que vive ahí. Al llegar, lo ubican y se juntan.
El nuevo tío trabaja en transportes y entregas hacia el sur y tiene unos amigos ingenieros que siempre arman viajes. Y uno de esos ingenieros tiene que viajar a Comodoro Rivadavia para entregar sitios y le preguntan Alfredito ¿no quieres ir con nosotros? El niño les dice que sí. Por último, comentan entre risas, para que nos cebe el mate aunque sea.
(Para estar al tanto de la obra del autor de esta crónica, cada domingo aparece en esta página una compilación de fragmentos de sus escritos adaptados para esta columna. El de hoy corresponde a “Las huellas que nos alcanzan”).
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